De plantas, insectos y Música

Las plantas abandonaron el mar hace algo más de 400 millones de años. Intentaron invadir la tierra, pero se encontraron un lugar demasiado inhóspito dado el suelo rocoso con el que debían luchar. Para superar ese escollo inventaron algo muy útil que ya no abandonarían jamás: las raíces. Con ellas podían destrozar las piedras hasta desmenuzarlas, convirtiéndolas en tierra fértil.

Superado ese primer escollo necesitaron mejorar la forma de conseguir más luz para realizar la fotosíntesis. Y es que a medida que proliferaban, su lucha por captar los rayos solares se incrementaba día a día. Para ello inventaron las hojas. Cuantas más y mayores, mejor se captaba la luz necesaria para la ese maravilloso proceso foto químico.

Después les tocó adaptarse a los grandes saurios, animales que comían treinta veces más que un elefante africano. Inventaron los troncos leñosos que las hicieron crecer más y más alto hasta llegar a los cerca de noventa metros de una gran sequoia.

En un pasado más cercano se dieron cuenta de algo importantísimo, si no mejoraban su modo de reproducirse: lanzar semillas al aire o esporas al agua; podían perder una importante supremacía planetaria. Fue entonces que llevaron a cabo su mejor invento hasta la actualidad: las flores. Con ellas, los distintos insectos se han dedicado a ir de una flor a otra para polinizarlas y que puedan reproducirse.

Es en este punto de la evolución que dio comienzo la primera interrelación entre planta, insecto y música. Cuando una planta, la Genciana Rosada, decidió que era necesario optimizar al máximo su capacidad reproductiva. Fue en ese momento en el que los estambres decidieron enrollarse y cerrar sus sacos polínicos. No estaban dispuestas a regalar su preciada carga a cualquier insecto que después desperdiciara su polen sobre cualquier otra flor y con él, su capacidad de persistir.

Para ello exigía una vibración determinada, una clave, un sonido que era el santo y seña para liberar su carga. La vibración decidida correspondía a la frecuencia de un “DO”, sin la cual, todo insecto que se posase en ella se iría de vacío. De todos ellos, solo uno aceptó dicho pacto, la Abeja Carpintera hembra. El único insecto que se acercó a la flor de la genciana y una vez sobre ella, modificó el batir de sus alas hasta conseguir ese preciado “DO” que le abriera las puertas del néctar.

Mejorar a Bach, intentar siquiera tocar una nota de alguna de sus partituras es un acto de valentía. Así lo veo yo. Si a eso le añadimos la posibilidad de mejorarla, de extraer de sus notas originales algo todavía mejor que aquello que nos legó, estamos ante una completa maravilla.

Como maravilla habría que catalogar una pieza tan humilde y de resultado tan efectivo como este Ave maría en versión de una increíble María Callas. Una piececita que nos regaló Gounod tal vez para demostrarnos que el arte del contrapunto, si la base armónica que lo sostiene es de calidad, también está al alcance de muchos otros.

La segunda interrelación entre planta, insecto y música, apareció en las tierras del norte de Australia. Lugar en el que el interior de pequeños eucaliptos eran colonizados por una clase de termitas que los iban devorando. Los nativos del lugar, tal vez por casualidad, encontrarían alguno de esos troncos partidos y tirado por el suelo y se le ocurrió soplar por una de sus bocas consiguiendo un efecto amplificador de la vibración que sus labios había producido el embocarse. Había nacido el didgeridoo. El único instrumento, que yo sepa, que no ha sido construido por la mano del Hombre.

Acerca de Manel Artero

Manel Artero, nacido en Barcelona, en el barrio de Poble Sec, dedicó gran parte de su vida a la informática, compaginando con ella su amor por la lectura y por la música. De esta última cursó un grado de Historia. Más tarde haría los tres cursos de narrativa y novela de l’Escola d’escriptura de l’Ateneu barcelonès que le abriría las puertas al mundo de la escritura del que siempre formó parte sin saberlo. Desde entonces ganado diversos premios en concursos de relatos. El más sobresaliente, el de la Asociación “El coloquio de los perros” de Córdoba. Compagina su tiempo entre la escritura y diversos talleres y charlas sobre música, lectura y cultura de paz, que imparte en Cerdanyola del Vallès. El ladrón de rostros es su primera novela. Editada originalmente en 2017 por la editorial Maluma y6 reeditada por su hijo, Roger Artero, en 2023.
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